El Legado de los cuernos
- Annie Ferro
- Aug 1, 2013
- 7 min read
—¡Nos vamos de cuernos!
—¿Cuándo? —contesté
—El martes, a las 15:00 en tu casa.
No me pude resistir y ahí estábamos un martes cualquiera sobre la erosionada avenida Marginal camino a los cuernos con el Océano Índico de cómplice y testigo. El sol, como cae sobre Maputo en octubre, nos seguía pesado, ardiente, invocando la inminencia del verano.
Anita, la vasca, conducía —aquí la colombiana narra— como solo alguien con su deliciosa mezcla de inocencia, nerviosismo y curiosidad puede conducir: erguida en la silla, anclada al timón esquivando huecos, e imposibilitada para cualquier otra actividad.
—Que yo solo conduzco ¿eh? Vosotras estad atentas a las direcciones.
—¡Ya! es que esta mujer me ha dao mucho detalle, pero ahora no veo la pared azul —replicó Mae metódica mientas contrastaba lo escrito en el papel de las indicaciones con la realidad que asomaba por la ventana.
—Pero vamos, que la que me ha dao la dirección es suiza, si habla de una pared azul tiene que existir —sentenció Anita, rotunda.
Yo las miraba desde el asiento trasero, apiñada en medio de dos sillas de bebé, deleitándome con el acento español tan propio de sus maneras y se me antojaban muy Almodóvar.
Le dimos la espalda al mar obedeciendo las indicaciones, pasamos una antena de celulares y viramos hacia la izquierda donde continuaba la calle ya más estrecha y sin pavimentar. Poco a poco nos fuimos adentrando en las entrañas del barrio de los caminhos de ferro; las casas se hicieron más pequeñas, informales, y desordenadas y el tiempo pareció hacerse más elástico. La calle estaba llena de actividad. Los niños jugaban en la arena, algunos descalzos y con un hermanito menor amarrado a su a historia a través del nudo más recio de su anatomía: la capulana; las mujeres se ocupaban de cultivar maní y las machambas (huertas informales, usualmente en la parte trasera de las casas); los hombres jugaban damas alrededor de un tablero improvisado en una caja de cartón sobre el que marcaban la partida tapas oxidadas de cerveza y gaseosa. Miraban el 4x4 en que nos movilizábamos desde mundo que definitivamente no era el nuestro. Esta sí es la realidad de esta ciudad pensé, allí donde se acaban las calles asfaltadas empieza el alma de Maputo. Esto que nosotros los expatriados hacemos aquí es coexistir desde nuestra privilegiada vida de afanes y cemento.
Cruzamos a la derecha al final de una T donde un camión mal estacionado puso a prueba las aptitudes detrás del volante de Anita que, como buena vasca, no arrugó. Al girar, nos percatamos de la presencia de Astrid. Nos hizo una señal, se bajó del carro, y se acercó a la ventanilla de Anita.
—Es la casa del fondo, la del portón negro –indicó en un portugués que evidenciaba varios años de práctica.
Estacionamos detrás de su carro según nos aconsejó y a mí el corazón se me aceleró de anticipación, ahora sí: a los cuernos.
Aterrizamos en el piso de tierra húmeda y desnivelada, llegó a recibirnos una manada de gatos. Noté que Anita y Mae me miraban de reojo tratando de interpretar mis primeras impresiones —tengo fama de nariz parada—. No sé qué habrán concluido, pero yo estaba maravillada.
Una casa, pequeña, cuadrada, de una sola planta y sin pintar, se erguía al fondo de un terreno rectangular cercado con una red de alambre y estacas irregulares a través de la que se transparentaba la cotidianeidad de los vecinos, que en Mozambique gracias a lo pequeñas que son las edificaciones en que viven apiñados los pobres, acontece casi toda a la intemperie. Los niños se acercaron a la cerca con curiosidad, Anita y Mae se encorvaron para hacerles gracias, yo seguí concentrada en mi inspección.
A ambos lados de la casa, organizadas como tertulias informales se encontraban dos estaciones de trabajo donde siete artesanos —todos hombres— trabajan el cuerno intercambiando risas y frases en Changana. Nada en el entorno delataba que allí se llevara a cabo una actividad artesanal con fines comerciales. Toda la propiedad era simple, humilde y podía pasar como la vivienda de cualquier otro vecino del barrio.
Anita y Mae volvieron a mi encuentro y la sonrisa limpia de Astrid nos dio la bienvenida.
—Muchas gracias por recibirnos en tu atelier— saludé en portoñol cuando Anita me la presentó como la mismísima mujer de los cuernos.
—É um prazer –replicó sonriendo siempre.
Astrid es Suiza, vive en Maputo hace nueve años y desde hace siete, diseña joyas con cuernos de vaca. Y utilizo la palabra joyas idóneamente. En medio de su sencillez —o quizás precisamente debido a ella—, es una mujer muy elegante. Es rubia, delgada y alta, pero no a lo California sino más bien a lo New York, sobria, de maneras pausadas, ojos atentos y mirada serena. Nos contó que había aprendido a manipular el cuerno de un artesano local hasta perfeccionar su oficio y hacerlo arte. El pasatiempo se convirtió en negocio cuando viajó a Johannesburgo a una feria de artesanías con el pescuezo engalanado de sus collares y regresó con una orden de cincuenta piezas para un diseñador Neoyorquino.
El negoció prosperó y demandó más formalidad, entonces instaló su taller en el barrio de los caminhos de ferro luego de que la ciudad la propinara uno de sus más duros golpes: los precios descomunales de la finca raíz. Compró la casa recomendada por uno de sus empleados que vive en el barrio. Lo paradójico de esto es que ella, con sus generosos ingresos de expatriada, solo podía pagar una casa en un barrio humilde donde los locales a duras penas aspiran a un terreno. ¿Dónde pueden comprar los locales? No pueden, aquí el poder lo conjugan muy poco y solo pocos, en un mezquino singular.
—…Pero aquí me trajo la vida –concluyó Astrid con más optimismo que resignación.
Y con el mismo optimismo le instaló una letrina, una puerta, las ventanas y tejas que le faltaban a la casa y decidió no pintarla para no desentonar con el resto de las del barrio. Pensé en que yo hubiera hecho lo contrario, creyendo erróneamente que mi iniciativa –de pintar las paredes— inspiraría a mis vecinos. Se me viene a la mente Aira: “… una estúpida interpolación pequeño-burguesa”, porque aquí en los caminhos de ferro los vecinos no dejan de pintar sus casas porque no les guste la belleza, dejan de pintarlas porque la pintura ocupa en la lista de necesidades, ese lugar lejano en que estas se vuelven privilegios. La vida de la mayoría de los mozambiqueños es un constante presente, sin esperanzas, una vida que se acepta como se acepta lo inevitable y que avanza a trompicones entre las trampas de la miseria.
Astrid propuso hacernos un tour de su atelier.
—Venga, que no me vas a decir que no te he traído a un sitio muy exclusivo –murmuró Anita a mi oído.
Sonreímos siguiendo a Astrid que nos conducía a una pila de despojos que resultó siendo la bodega de materia prima, es decir, de cuernos. Mae, como la veterinaria que es, se dedicó a la anatomía interna de los apéndices óseos, mientras mi mente trataba de conciliar aquellos cachos tan asquerosos con el collar que había visto en el sitio web de
Astrid antes de la visita. Fue Astrid quien me sacó de mi abstracción.
—De aquí algunos cuernos se meten en aceite vegetal caliente para ablandarlos y luego se dejan en una prensa de madera que los aplana, otros se dejan así y solo utilizamos sus puntas –señaló uno de los cachos despuntados.
La seguimos hacia una de las estaciones de trabajo al costado de la casa, donde tres artesanos torneaban varias piezas de cuerno volviendo arte la anatomía, y un cortador armado de una segueta desligaba el cuerno del reino animal.
Astrid tomó una de las piezas terminadas de la mesa y la extendió hacia nosotros. Era un cuadrado de medio centímetro cuya superficie jaspeada me recordó a las cucharas de coco que venden los artesanos en Cartagena de Indias: opaca, en tonos parduscos y diseños asimétricos.
—¡Increíble! –dije.
—Yo solo intervengo en el diseño, cada artesano lleva a cabo la pieza de principio a fin… así el día que yo no esté cada uno habrá aprendido el arte…
Ese es su legado, digo pensando en voz alta.
—No, es mi forma de agradecer —replica con humildad.
Los artesanos nos sonríen con curiosidad, con esos ojos tan profundamente resignados de los mozambiqueños, amables, pero lejanos… lucho contra mi optimismo, pierdo la pelea y acepto que sino la mejor, sí las más sabia manera de subsistir en una realidad limitada y brutal es la aceptación… la miseria subyuga, esclaviza porque te castra hasta las ilusiones.

Pienso en las palabras de Astrid,…es mi forma de agradecer… ¿Cuál es la mía? ¿La de Anita? ¿La de Mae? ¿La de todos los que llegamos a este país y terminamos sintiéndonos tan minúsculos, tan inútiles? Abandono mi afán de conciliar humanidades, vuelvo al momento, Astrid ahora nos muestra las joyas terminadas… Anita se prueba un collar que había encargado, precioso, de eslabones grandes, el cuerno es negro esta vez y combina maravillosamente con su pelo de rizos sueltos, negro también. Mae compra unos aretes largos, celebramos su osadía porque es muy poco dada a cambiarse los topitos de oro que a diario adornan sus orejas. Yo me enamoro de una gargantilla preciosa, Astrid promete contactarme una vez le ponga precio. Es una pieza muy elaborada que resembla una gajo de uvas pequeñas, con la que unos meses más tarde mi esposo me sorprenderá en Navidad.
Nos despedimos agradecidas prometiendo volver y en medio de sinceras felicitaciones por su talento.
Anita conduce otra vez, Mae se prueba los aretes:
—¡Están monísimos!
Rehacemos el camino volviendo al pavimento, al cemento, a la seguridad. El Océano Índico continúa moviéndose en su sitio, al este de este país sorprendente, virgen como los cachos, abandonado a la avaricia y desvergüenza de unos pocos… y pienso en que estas letras serán mi forma de agradecer, yo también le debo mucho a los mozambiqueños, no tengo otro talento… yo solo puedo darles una voz…
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